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  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-48

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo octavo

    —Así es como vuestra merced dice, señor canónigo —dijo el cura—, y por esta causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto semejantes libros, sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.

    —Yo, a lo menos —replicó el canónigo—, he tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado, y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas; y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes; y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros.

    —Pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del pensamiento de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser mi libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo». Y, aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan el arte, que no con las disparatadas, y están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias, que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?». «Sin duda —respondió el autor que digo— que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filisy La Alejandra». «Por esas digo —le repliqué yo—, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada , ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado». Y otras cosas añadí a estas, con que a mi parecer le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido, para sacarle de su errado pensamiento.

    —En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo —dijo a esta sazón el cura—, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías; porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuían que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y lo es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué si venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos los llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias y aun en oprobrio de los ingenios españoles, porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues este se consigue con cualquier comedia buena o mala, no hay para qué poner leyes ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse; pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no tales. Porque de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea. Y de toda imposibilidad, es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar la comedia que todas estas partes tuviere, mucho más que aquella que careciere dellas; como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben estremadamente lo que deben hacer. Pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad, véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen, no sólo aquellas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España, sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representallas; y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temorosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende, y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende, así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si se diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados. Pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación.

    A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:

    —Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.

    —Así me lo parece a mí —respondió el cura.

    Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecía; y así, por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de don Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde. A lo cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más que cebada.

    —Pues así es —dijo el canónigo—, llévense allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila.

    En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su amo y le dijo:

    —Señor, para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento, y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero, y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa, y si me responde como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño, y verá cómo no va encantado, sino trastornado el juicio.

    —Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho —respondió don Quijote—; que yo te satisfaré y responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo; y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento y no sepa atinar de dónde me viene este daño; porque si por una parte tú me dices que me acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y por otra yo me veo enjaulado y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leído en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados? Ansí que bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y en lo que toca a querer preguntarme algo, di; que yo te responderé aunque me preguntes de aquí a mañana.

    —¡Válame nuestra señora! —respondió Sancho, dando una gran voz—. Y ¿es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no, dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora Dulcinea cuando menos se piense…

    —Acaba de conjurarme —dijo don Quijote—, y pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.

    —Eso pido —replicó Sancho—, y lo que quiero saber es que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes…

    —Digo que no mentiré en cosa alguna —respondió don Quijote—. Acaba ya de preguntar; que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho.

    —Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo, y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado, y a su parecer encantado, en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse.

    —No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente.

    —¿Es posible que entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.

    —¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces, y aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro; que no anda todo limpio!

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    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo séptimo

    Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo:

    —Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero jamás he leído ni visto ni oído que a los caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante. Pero que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos, y otros modos de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?

    —No sé yo lo que me parece —respondió Sancho—, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes. Pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas.

    —¿Católicas? ¡Mi padre! —respondió don Quijote—; ¿cómo han de ser católicas, si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto, y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste más de en la apariencia.

    —Par Dios, señor —replicó Sancho—, ya yo los he tocado, y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios. Porque, según se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores, pero este huele a ámbar de media legua.

    Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo que Sancho decía.

    —No te maravilles deso, Sancho amigo —respondió don Quijote—, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es, que, como ellos dondequiera que están, traen el infierno consigo y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.

    Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado, y, temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, el cual lo hizo con mucha presteza.

    Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros, con sus escopetas. Pero antes que se hubiese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:

    —No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anejas a los que profesan lo que yo profeso, y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante. Porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos, sí: que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho, que de voluntad y a sabiendas jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas prisiones donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas merecen.

    En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él asimesmo le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento, como del bautismo de Zoraida y suceso de don Luis y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.

    El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del Curioso impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela, y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la guardó con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.

    Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro, y la orden que llevaban era esta: iba primero el carro, guiándole su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia, como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.

    Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes. Y, comunicándolo con el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomose el parecer del barbero, y así, tornaron a proseguir su camino.

    En esto volvió el cura el rostro y vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban, no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos, y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a los perezosos, y saludáronse cortésmente, y uno de los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera, aunque ya se había dado a entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso salteador o otro delincuente, cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:

    —Señor, lo que significa ir este caballero desta manera dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.

    Oyó don Quijote la plática, y dijo:

    —¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y peritos en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.

    Y a este tiempo habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha para responder de modo, que no fuese descubierto su artificio. El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:

    —En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulasde Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.

    —A la mano de Dios —replicó don Quijote—. Pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas.

    —Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha —dijo a esta sazón el cura—, que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.

    Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz de admirado, y no podía saber lo que le había acontecido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían. En esto Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para adobarlo todo, dijo:

    —Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.

    Y volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:

    —¡Ah, señor cura, señor cura!, pensaba vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino adonde se encaminan estos nuevos encantamentos; pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza, la liberalidad. Mal haya el diablo; que si por su reverencia no fuera, esta fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor, el de la Triste Figura, como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí, que la rueda de la fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos, hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.

    —¡Adóbame esos candiles! —dijo a este punto el barbero—. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado como él por lo que os toca de su humor y de su caballería! En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.

    —Yo no estoy preñado de nadie —respondió Sancho—, ni soy hombre que me dejaría empreñar del rey que fuese, y, aunque pobre, soy cristiano viejo y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores, y cada uno es hijo de sus obras, y debajo de ser hombre, puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor, que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero, que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. Dígolo, porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad, y quédese aquí, porque es peor meneallo.

    No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir. Y por este mesmo temor había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante; que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantose con sus criados, y con él estuvo atento a todo aquello que decir le quiso de la condición, vida, locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:

    —Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías. Y aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar, al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates. Que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante, y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber

    dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por sólo el valor de su fuerte brazo? Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre, llena de caballeros, va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte, que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas; necios en las razones; disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y, por esto, dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil.

    El cura le estuvo escuchando con grande atención, y pareciole hombre de buen entendimiento y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías, había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contole el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo; y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena, que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, describiendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente, previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador, persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortes, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zópiro, la prudencia de Catón, y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos; y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfeción y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-46

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo sexto

    En tanto que don Quijote esto decía, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como don Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus obras y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio adelante; pues aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a él no tocaba juzgar de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que, una vez preso, siquiera le soltasen trecientas.

    —Con todo eso —dijo el cura—, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo que yo entiendo.

    En efeto, tanto les supo el cura decir y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote, y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su pendencia; finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos, en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas. Y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una cédula del recibo, y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás amén.

    Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que lo eran las más principales y de más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar; y como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de cuanto don Luis quería, de que recibió tanto contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma.

    Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía y alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el cura y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor de muy buena voluntad había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha elocuencia del señor cura, y a la incomparable liberalidad de don Fernando.

    Viéndose, pues, don Quijote, libre y desembarazado de tantas pendencias, así de su escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje y dar fin a aquella grande aventura para que había sido llamado y escogido; y así, con resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase, y él, por obedecella, se puso en pie y le dijo:

    —Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra más esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que lo echásemos de ver algún día; porque ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille, y dándole lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo? Así que, señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego a la buena ventura; que no está más de tenerla vuestra grandeza como desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario.

    Calló y no dijo más don Quijote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de la fermosa infanta, la cual, con ademán señoril y acomodado al estilo de don Quijote, le respondió desta manera:

    —Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer los huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo se cumplan para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida, sea luego, que yo no tengo más voluntad que la vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante; que la que una vez os entregó la defensa de su persona y puso en vuestras manos la restauración de sus señoríos, no ha de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare.

    —A la mano de Dios —dijo don Quijote—; pues así es que una señora se me humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantalla y ponella en su heredado trono; la partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo, y al camino, lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro; y pues no ha criado el cielo ni visto el infierno ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto.

    Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra:

    —¡Ay, señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela que se suena, con perdón sea dicho de las tocadas honradas!

    —¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío, villano?

    —Si vuestra merced se enoja —respondió Sancho—, yo callaré y dejaré de decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir a su señor.

    —Di lo que quisieres —replicó don Quijote—, como tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que, si tú le tienes, haces como quien eres, y, si yo no le tengo, hago como quien soy.

    —No es eso, pecador fui yo a Dios —respondió Sancho—, sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no lo es más que mi madre, porque, a ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.

    Parose colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando alguna vez, a hurto de otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos, lo cual había visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura más era de dama cortesana que de reina de tan gran reino, y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejole proseguir en su plática, y él fue diciendo:

    —Esto digo, señor, porque si al cabo de haber andado caminos y carreras y pasado malas noches y peores días, ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en esta venta, no hay para qué darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos.

    ¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo:

    —¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente!; ¿tales palabras has osado decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras? Y ¿tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación? ¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete: no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!

    Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quijote, dijo para templarle la ira:

    —No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que vio tan en ofensa de mi honestidad.

    —Por el omnipotente Dios juro —dijo a esta sazón don Quijote— que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a nadie.

    —Ansí es y ansí será —dijo don Fernando—; por lo cual debe vuestra merced, señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, «sicut erat in principio», antes que las tales visiones le sacasen de juicio.

    Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo, y él se la dio y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo:

    —Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho, de que todas las cosas de este castillo son hechas por vía de encantamento.

    —Así lo creo yo —dijo Sancho—, excepto aquello de la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria.

    —No lo creas —respondió don Quijote—; que, si así fuera, yo te vengara entonces, y aun agora. Pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar venganza de tu agravio.

    Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero les contó, punto por punto, la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos, y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni imaginadas como su señor lo creía y lo afirmaba.

    Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta, y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea con la invención de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele como deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote, y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto.

    Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies; de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan estraños visajes. Y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura, el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo. El cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia, que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper a dos tirones.

    Tomáronle luego en hombros y, al salir del aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía:

    —¡Oh Caballero de la Triste Figura, no te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso! La cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros que imitarán las rampantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines, con su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado, que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero; que conviene que vayas donde paréis entrambos; y porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad; que yo me vuelvo a donde yo me sé.

    Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyola después, con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían. Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo la significación de ella, y vio que le prometían el verse ayuntado en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la voz y, dando un gran suspiro, dijo:

    —¡Oh tú, quien quiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!; ruégote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su bondad y buen proceder que no me dejará, en buena ni en mala suerte. Porque cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía.

    Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas. Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-45

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo quinto

    —¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores —dijo el barbero—, de lo que afirman estos gentiles hombres, pues aun porfían que esta no es bacía, sino yelmo?

    —Y quien lo contrario dijere —dijo don Quijote—, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.

    Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que todos riesen, y dijo hablando con el otro barbero:

    —Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante, y que este buen señor tiene en las manos, no solo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo, como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que este, aunque es yelmo, no es yelmo entero.

    —No, por cierto —dijo don Quijote—, porque le falta la mitad, que es la babera.

    —Así es —dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el barbero.

    Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara por su parte a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires.

    —¡Válame Dios! —dijo a esta sazón el barbero burlado—. ¿Que es posible que tanta gente honrada diga que esta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece esta que puede poner en admiración a toda una universidad, por discreta que sea. Basta; si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho.

    —A mí albarda me parece —dijo don Quijote—; pero ya he dicho que en eso no me entremeto.

    —De que sea albarda o jaez —dijo el cura— no está en más de decirlo el señor don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores y yo le damos la ventaja.

    —Por Dios, señores míos —dijo don Quijote—, que son tantas y tan estrañas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces, y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que ponerme yo agora en cosa de tanta confusión a dar mi parecer será caer en juicio temerario. En lo que toca a lo que dicen que esta es bacía y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero en lo de declarar si esa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia difinitiva; sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.

    —No hay duda —respondió a esto don Fernando—, sino que el señor don Quijote ha dicho muy bien hoy que a nosotros toca la difinición deste caso, y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia.

    Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote, era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como en efeto lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí delante de sus ojos se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo, y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído, para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya, sobre quien tanto se había peleado. Y después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocían, dijo en alta voz:

    —El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber, que no me diga que es disparate el decir que esta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo, y así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, este es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte.

    —No la tenga yo en el cielo —dijo el pobre barbero—, si todos vuestras mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios, como ella me parece a mí albarda y no jaez; pero allá van leyes, etc., y no digo más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado si de pecar no.

    No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo:

    —Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

    Uno de los cuatro dijo:

    —Si ya no es que esto sea burla pensada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son o parecen todos los que aquí están se atrevan a decir y afirmar que esta no es bacía, ni aquella albarda; mas como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia. Porque, ¡voto a tal! —y arrojole redondo— que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que esta no sea bacía de barbero, y esta albarda de asno.

    —Bien podría ser de borrica —dijo el cura.

    —Tanto monta —dijo el criado—; que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen.

    Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado dijo:

    —Tan albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva.

    —¡Mentís como bellaco villano! —respondió don Quijote.

    Y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido; el lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad. El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros. Los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese. El barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho. Don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él, y acorriesen a don Quijote y a Cardenio y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda, suspensa y doña Clara, desmayada; el barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad; de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre; y en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante; y, así, dijo con voz que atronaba la venta:

    —¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida!

    A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, diciendo:

    —¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado y que alguna región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante; y el otro de rey Sobrino, y pónganos en paz, porque, por Dios todopoderoso, que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas.

    Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote y se veían malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció, como buen criado; los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuán poco les iba en no estarlo. Solo el ventero porfiaba que se habían de castigar las insolencias de aquel loco que a cada paso le alborotaba la venta; finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo, y la venta por castillo en la imaginación de don Quijote.

    Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos, a persuasión del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura, qué debía hacer en aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era, y cómo era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía, porque, desta manera, se sabía de la intención de don Luis que no volvería por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.

    Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos.

    Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron por haber entreoído la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la pendencia por parecerles que de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que entre algunos mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razón, había temido.

    Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de don Quijote traía venían bien; y, sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba, y poniéndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y halló que sin duda alguna era el que el mandamiento rezaba; y apenas se hubo certificado, cuando recogiendo su pergamino, en la izquierda tomó el mandamiento, y con la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía:

    —¡Favor a la Santa Hermandad!; y para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos.

    Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y como convenía con las señas con don Quijote, el cual, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo, él asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:

    —¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!

    Don Fernando despartió al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó las manos que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor, para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras.

    Reíase de oír decir estas razones don Quijote, y con mucho sosiego dijo:

    —Venid acá, gente soez y mal nacida; ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme, ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes? ¿Y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni esenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo, ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay, ni habrá en el mundo que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-44

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo cuarto

    En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero despavorido a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y, levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y, tomando buena arte del campo, volvió a medio galope, diciendo:

    —Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafio a singular batalla.

    Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote, pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo:

    —Aquí debe de estar, sin duda, porque este es el coche que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a la puerta, y entren los demás a buscarle, y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales.

    —Así se hará —respondió uno dellos.

    Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta, todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo, cuyas señas le habían dado. Ya a esta sazón aclaraba el día, y así por esto, como por el ruido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que, la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche.

    Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña, y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos y les hiciera responder, mal de su grado. Pero por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes, uno de los cuales halló al mancebo que buscaba durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:

    —Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.

    Limpiose el mozo los soñolientos ojos, y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio, y el criado prosiguió, diciendo:

    —Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia.

    —Pues ¿cómo supo mi padre —dijo don Luis—, que yo venía este camino y en este traje?

    —Un estudiante —respondió el criado—, a quien distes cuenta de vuestros pensamientos, fue el que lo descubrió, movido a lástima, de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó menos; y, así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.

    —Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare —respondió don Luis.

    —¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros, porque no ha de ser posible otra cosa?

    Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas, junto a quien don Luis estaba, y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo como aquel hombre llamaba de dona aquel muchacho, y las razones que pasaban, y como le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería; y con esto, y con lo que dél sabían, de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle, si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.

    Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara toda turbada; y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí, que si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron.

    Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta, y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.

    —Eso no haréis vosotros —replicó don Luis—, si no es llevándome muerto, aunque de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.

    Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían, que qué les movía a querer llevar contra su voluntad a aquel muchacho.

    —Muévenos —respondió uno de los cuatro—, dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.

    A esto dijo don Luis:

    —No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.

    —Harásela a vuestra merced la razón —respondió el hombre—, y cuando ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados.

    —Sepamos que es esto de raíz —dijo a este tiempo el oidor.

    Pero el hombre, que lo conoció como vecino de su casa, respondió:

    —¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre, en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?

    Mirole entonces el oidor más atentamente y conociole, y abrazándole, dijo:

    —¿Qué niñerías son estas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?

    Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien, y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte, y le preguntó qué venida había sido aquella.

    Y en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes, que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:

    —Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre; que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.

    A lo cual respondió don Quijote muy de espacio y con mucha flema:

    —Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto; mas lo que yo podré hacer por serviros es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.

    —Pecadora de mí —dijo a esto Maritornes, que estaba delante—, primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.

    —Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo —respondió don Quijote—; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo, que de allí le sacaré, a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas.

    Y, sin decir más, se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole, con palabras caballerescas y andantescas, que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía; que socorriese a su señor y marido.

    —Deténgome —dijo don Quijote—, porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca y atañe esta defensa y venganza.

    Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.

    Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra; o si no, sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor; que le dejamos aparte preguntándole la causa de su venida a pie, y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón y, derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:

    —Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje para seguirla donde quiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su único heredero; si os parece que estas son artes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades.

    Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía él qué poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besole las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no solo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.

    Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues por persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio, la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo:

    —¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes.

    Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda, antes alzó la voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia; y decía:

    —¡Aquí del rey y de la justicia; que sobre cobrar mi hacienda me quiere matar este ladrón, salteador de caminos!

    —¡Mentís —respondió Sancho—; que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos!

    Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armalle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería.

    Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir:

    —Señores: así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios; y así la conozco como si la hubiera parido, y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedaré por infame; y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva que no se había estrenado, que era señora de un escudo.

    Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder, y, poniéndose entre los dos, y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo:

    —¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual se le quité yo en buena guerra, y me hice señor del con ligítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto; que lo que en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di y él los tomó, y de haberse convertido de jaez en albarda no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía.

    —¡Pardiez, señor! —dijo Sancho—, si no tenemos otra prueba de nuestra intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez deste buen hombre albarda.

    —Haz lo que te mando —replicó don Quijote—; que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamento.

    Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo, y así como don Quijote la vio, la tomó en las manos y dijo:

    —Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que esta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso, que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna.

    —En eso no hay duda —dijo a esta sazón Sancho—; porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados, y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-43

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo tercero

    —Marinero soy de amor,

    y en su piélago profundo

    navego sin esperanza

    de llegar a puerto alguno.

    Siguiendo voy a una estrella

    que desde lejos descubro,

    más bella y resplandeciente

    que cuantas vio Palinuro.

    Yo no sé adónde me guía,

    y, así, navego confuso,

    el alma a mirarla atenta,

    cuidadosa y con descuido.

    Recatos impertinentes,

    honestidad contra el uso,

    son nubes que me la encubren

    cuando más verla procuro.

    ¡Oh clara y luciente estrella,

    en cuya lumbre me apuro!

    Al punto que te me encubras,

    era de mi muerte el punto.

    Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz, y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó, diciéndole:

    —Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

    Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía, y, volviéndoselo a preguntar ella, se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero apenas hubo oído dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo:

    —¡Ay, señora de mi alma y de mi vida! ¿Para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

    —¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.

    —No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mi alma, con tanta seguridad, que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.

    Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían. Y así, le dijo:

    —Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos; declaraos más, y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora; que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta: que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.

    —Sea en buen hora —respondió Clara.

    Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:

    —Dulce esperanza mía,

    que, rompiendo imposibles y malezas,

    sigues firme la vía

    que tú mesma te finges y aderezas,

    no te desmaye el verte

    a cada paso junto al de tu muerte.

    No alcanzan perezosos

    honrados triunfos, ni vitoria alguna,

    ni pueden ser dichosos

    los que, no contrastando a la fortuna,

    entregan, desvalidos

    al ocio blando todos los sentidos.

    Que amor sus glorias venda

    caras, es gran razón y es trato justo;

    pues no hay más rica prenda

    que la que se quilata por su gusto,

    y es cosa manifiesta

    que no es de estima lo que poco cuesta.

    Amorosas porfías

    tal vez alcanzan imposibles cosas,

    y ansí, aunque con las mías

    sigo de amor las más dificultosas,

    no por eso recelo

    de no alcanzar desde la tierra el cielo.

    Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida. Y así, le dijo:

    —Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero, natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre, en la corte. Y aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa, con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo, y aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicallo, y así, lo dejé estar, sin dalle otro favor, si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegose en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre, y así, el día que nos partimos nunca pude verle para despedirme dél siquiera con los ojos. Pero a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada en un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural que, si yo no le trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocelle. Conocile, admireme y alegreme; él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos. Y, como yo sé quién es, y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde él pone los pies, pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé decir, que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más, que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso le quiero de manera, que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado, que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.

    —No digáis más, señora doña Clara —dijo a esta sazón Dorotea, y esto, besándola mil veces—. No digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día; que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.

    —¡Ay, señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo; aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco; no sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.

    No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:

    —Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos.

    Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes su criada. Las cuales como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta, armado y a caballo, haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.

    Es, pues, el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por de fuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma. Y, asimesmo, oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa:

    —¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás, por ventura, las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros por sólo servirte de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras!; quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando, que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado, y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro; que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo; que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces, celoso y enamorado.

    A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:

    —Señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es servido.

    A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, como le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y, con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y así como vio a las dos mozas, dijo:

    —Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en arte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla encontinente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol, encerrados en una redoma.

    —No ha menester nada deso mi señora, señor caballero —dijo a este punto Maritornes.

    —Pues ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? —respondió don Quijote.

    —Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja.

    —Ya quisiera yo ver eso —respondió don Quijote—; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.

    Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada donde se imaginaba estar la ferida doncella; y al darle la mano, dijo:

    —Tomad, señora, esa mano, o por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

    —Ahora lo veremos —dijo Maritornes.

    Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:

    —Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca arte venguéis el todo de vuestro enojo; mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

    Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fue imposible soltarse. Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.

    En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero, y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo por ver si podía soltarse, mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se hubiese, y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.

    Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño, y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer, ni beber, ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

    Pero engañose mucho en su creencia, porque apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes, lo cual visto por don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta, dijo:

    —Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis, no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo; desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.

    —¿Qué diablos de fortaleza o castillo es este —dijo uno—, para obligarnos a guardar estas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran; que somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.

    —¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? —respondió don Quijote.

    —No sé de qué tenéis talle —respondió el otro—, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.

    —Castillo es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.

    —Mejor fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y la corona en la mano, y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como esta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.

    —Sabéis poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.

    Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia, y fue de modo, que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así, se levantó a preguntar quién llamaba.

    Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias, y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en el suelo a no quedar colgado del brazo, cosa que le causó tanto dolor, que creyó, o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo, que con los estremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha puestos a toca no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-42

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo segundo

    Calló en diciendo esto el cautivo, a quien don Fernando dijo:

    —Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino y raro y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye. Y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle que, aunque os hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.

    Y, en diciendo esto, Cardenio y todos los demás se le ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera, que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.

    En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della, llegó a la venta un coche con algunos hombres de a caballo; pidieron posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.

    —Pues aunque eso sea —dijo uno de los de a caballo que habían entrado—, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.

    A este nombre se turbó la güéspeda y dijo:

    —Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora; que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento, por acomodar a su merced.

    —Sea en buen hora —dijo el escudero.

    Pero a este tiempo ya había salido del coche un hombre que, en el traje, mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho.

    Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista, de suerte, que a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallose don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vio, dijo:

    —Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo; que aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no solo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso: que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo. Aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su estremo.

    Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito. Y no menos le admiraba su talle que sus palabras, y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella.

    En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba. Pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y, así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.

    El cautivo, que desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquel era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación, y con lo que él había visto, se acabó de confirmar de que aquel era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre. Y alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidioles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba, o le recebía con buenas entrañas.

    —Déjeseme a mí el hacer esa experiencia —dijo el cura—, cuanto más que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido, porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante, ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.

    —Con todo eso —dijo el capitán—, yo querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.

    —Ya os digo —respondió el cura—, que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.

    Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena, dijo el cura:

    —Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años. La cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española. Pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso tenía de desdichado.

    —Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? —preguntó el oidor.

    —Llamábase —respondió el cura—, Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León. El cual me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja, de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien, que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió con perder la libertad, en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.

    De aquí fue prosiguiendo el cura, y con brevedad sucinta contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido. A todo lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían quedado, de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia. Todo lo que el cura decía estaba escuchando algo de allí desviado el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía. El cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:

    —¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte, que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con qué poder hartar su liberalidad natural. Y yo, ansimesmo, he podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo. Del cual me maravillo, siendo tan discreto, como en tantos trabajos y afliciones o prósperos sucesos se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora donde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste; quién pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran!

    Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lastima. Viendo, pues, el cura, que tan bien había salido con su intención, y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que, tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos, se fue donde el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:

    —Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano, y a vuestra buena cuñada; este que aquí veis es el capitán Viedma, y esta la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.

    Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos, por mirarle algo más apartado; mas cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron, puesta en su punto, la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.

    Allí don Quijote estaba atento sin hablar palabra, considerando estos tan estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla, y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas que de allí a un mes partía flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje.

    En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo, y como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que no poco gusto recibió.

    Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y solo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.

    Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio, otras que en la caballeriza. Y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio, y dijo:

    —Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta, que encanta.

    —Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea.

    Y con esto se fue Cardenio, y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-41

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo primero


    No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas; y para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel, hacía la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinosllaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra. Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba, y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta; y su padre se la daba sin conocelle, y aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello que sería razonable, y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado: que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino, su compañero, no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad, y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda la gente de remo; y estos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso a acabar una galeota que tenía en astillero. A los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que, aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase, si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así, determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla, y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quien encontré fue con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Costantinopla se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos, digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín y de quién era. Respondile que era esclavo de Arnaute Mamí, y esto porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo, y que buscaba de todas yerbas para hacer ensalada. Preguntome, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto, y como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venía y de espacio, la llamó y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos; sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas a su usanza traía, traía dos carcajes, que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco, de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de doscientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse, y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen; digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en todo estremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto, y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y, en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho, me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió: «En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros.» «Bien podría ser eso, señora, le respondí; mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo.» «Y ¿cuándo te vas?», dijo Zoraida. «Mañana creo yo», dije, «porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él.» «¿No es mejor», replicó Zoraida, «esperar a que vengan bajeles de España y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?» «No», respondí yo; «aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana, porque el deseo que tengo de verme en mi tierra y con las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará esperar otra comodidad si se tarda, por mejor que sea.» «Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra», dijo Zoraida, «y por eso deseas ir a verte con tu mujer.» «No soy», respondí yo, «casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá.» «Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste?», dijo Zoraida. «Tan hermosa es», respondí yo, «que para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho.» Desto se rió muy de veras su padre, y dijo: «Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien y verás como te digo verdad.» Servíanos de interprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino, que aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras. Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo y dijo a grandes voces que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltose el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida; porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: «Hija, retírate a la casa y enciérrate en tanto que yo voy a hablar a estos canes, y tú, cristiano, busca tus yerbas y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra.» Yo me incliné y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: «¿Ámexi, cristiano, ámexi?.» Que quiere decir: «¿Vaste, cristiano, vaste?» Yo la respondí: «Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti; el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos.» Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos, y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa, y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala, si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo ansimismo di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero como ella no le respondiese, dijo su padre: «Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado.» Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho, y ella, dando un suspiro y aun no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: «¡Ámexi, cristiano, ámexi! (¡Vete, cristiano, vete!).» A lo que su padre respondió: «No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos; no te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron.» «Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho», dije yo a su padre; «mas pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre; quédate en paz, y con tu licencia volveré, si fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él.» «Todas las que quisieres podrás volver», respondió Agi Morato; «que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas.» Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella, arrancándosele el alma, al parecer, se fue con su padre. Y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín. Miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros. Y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo se pasó y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado, y, siguiendo todos el orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos. Porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos, que bogaban el remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado, diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los más de ellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Parecionos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje y dijo en morisco: «¡Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida!» Ya a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que, si alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y así como sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y mostrose a todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos; que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí, y que dormía. «Pues será menester despertalle», replicó el renegado, «y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín.» «No», dijo ella; «a mi padre no se ha de tocar en ningún modo; y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos; y esperaros un poco y lo veréis.» Y, diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntele al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos que apenas lo podía sustentar, quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín, y, asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: «¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!» Por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión. Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza, subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos. Mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca, que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro. Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornole a decir el renegado que no hablase palabra; que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella, sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros, que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos, y por causa suya, llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo, y yo respondí que era muy contento. Pero él respondió que no convenía, a causa que, si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera, que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca. Pero a causa de soplar un poco el viento tramontana, y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y por todos juntos, resumíamos de que si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién, que nos ayudase. Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta, y sin nadie que nos descubriese, pero con todo eso nos fuimos, a fuerza de brazos, entrando un poco en la mar que ya estaba algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquel tiempo de tomar reposo alguno: que les diesen de comer los que no bogaban; que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose ansí y, en esto, comenzó a soplar un viento largo que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha presteza, y así, a la vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno, sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer a los moros bagarinos y el renegado les consoló, diciéndoles como no iban cautivos: que en la primera ocasión les darían libertad; lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: «Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!; mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela, el cual interese, si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma.» En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente, que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció, que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y juntando su rostro con el suyo comenzaron los dos tan tierno llanto, que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él; pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: «¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tienes más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo.» Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra; pero cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntole que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: «No te canses, señor, en preguntar a Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas; y, así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria.» «¿Es verdad lo que este dice, hija?», dijo el moro. «Así es», respondió Zoraida. «¿Que en efeto», replicó el viejo, «tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?» A lo cual respondió Zoraida: «La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se estendió a dejarte, ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien.» «Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?» «Eso», respondió ella, «pregúntaselo tú a Lela Marién; que ella te lo sabrá decir mejor que no yo.» Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza, se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida, que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra y hacer fuerza de remos por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo, que de los moros es llamado el de la «Cava Rumía», que en nuestra lengua quiere decir «la mala mujer cristiana»; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España; porque cavaen su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana, y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella, puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese, para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían; porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones, que no fuesen oídas del cielo, que en nuestro favor luego volvió el viento, tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto, desatamos a los moros y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: «¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tiene? No, por cierto; sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra.» Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido porque algún desatino no hiciese, le dijo: «¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!» Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera, que podimos entender que decía: «¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!» Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: «¡Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza! Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra esta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala.» Esto dijo a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y, así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España. Mas como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando ya engolfados, y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba, y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos. Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos y adónde navegábamos y de dónde veníamos; pero por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: «Ninguno responda, porque estos sin duda son cosarios franceses que hacen a toda ropa.» Por este advertimiento ninguno respondió palabra, y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba a sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio y dieron con él y con la vela en la mar, y al momento disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda sin hacer otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses, bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas; y así llegaron junto al nuestro, y, viendo cuán pocos éramos, y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba; pero los deseos de aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se vee harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos serían castigados, siendo descubierto su hurto. Mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y, así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día, ya a vista de tierra de España, con la cual vista todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida. Cerca de medio día podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel, dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco y que, si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente; embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho; sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aun allí estábamos y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía. Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos; acabamos de subir toda la montaña por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores, pero aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quien nos diese noticia della; pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo, y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado, y, mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo; dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y, metiéndose con estraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo, diciendo: «¡Moros, moros hay en la tierra; moros, moros, arma, arma!» Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos, pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa; y no nos engañó nuestro pensamiento, porque aún no habrían pasado dos horas, cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos nos estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión porque un pastor había apellidado al arma. «Sí», dije yo; y queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos, y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo sin dejarme a mí decir más palabra: «Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido, porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío.» Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole: «Sobrino de mi alma y de mi vida; ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana tu madre, y todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte; ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad.» «Así es», respondió el mozo, «y tiempo nos quedará para contároslo todo.» Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Salionos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros, pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse, y esto le había sacado al rostro tales colores, que, si no es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto. Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced recebida, y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién; dijímosle que eran imágines suyas, y, como mejor se pudo, le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela Marién que la había hablado; ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo, pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida; puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos, que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan. No tengo más, señores, que deciros de mi historia, la cual si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla contado lo más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua.


  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-40

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Cuadragésimo


    SONETO

    Almas dichosas que del mortal velo
    libres y esentas, por el bien que obrastes,
    desde la baja tierra os levantastes,
    a lo más alto y lo mejor del cielo.

    Y, ardiendo en ira y en honroso celo,
    de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
    que en propia y sangre ajena colorastes
    el mar vecino y arenoso suelo;

    primero que el valor, faltó la vida
    en los cansados brazos que, muriendo,
    con ser vencidos, llevan la vitoria.

    Y esta vuestra mortal, triste caída,
    entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
    fama que el mundo os da, y el cielo gloria.

    —Desa mesma manera le sé yo —dijo el cautivo.

    —Pues el del Fuerte, si mal no me acuerdo —dijo el caballero—, dice así:

    SONETO

    De entre esta tierra estéril, derribada
    destos terrones por el suelo echados,
    las almas santas de tres mil soldados
    subieron vivas a mejor morada,

    siendo primero, en vano, ejercitada
    la fuerza de sus brazos esforzados,
    hasta que, al fin, de pocos y cansados,
    dieron la vida al filo de la espada.

    Y este es el suelo que continuo ha sido
    de mil memorias lamentables lleno
    en los pasados siglos y presentes.

    Mas no más justas de su duro seno
    habrán al claro cielo almas subido,
    ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.

    No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de su camarada le dieron, y, prosiguiendo su cuento, dijo:

    —Rendidos, pues, la Goleta y el Fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la Goleta, porque el Fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por tierra, y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron por tres partes, pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas; y todo aquello que había quedado en pie de la fortificación nueva, que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino a tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla triunfante y vencedora, y de allí a pocos meses murió mi amo, el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir en lengua turquesca el renegado tiñoso, porque lo era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro de su edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe, y fue tanto su valor que, sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después, a ser general de la mar, que es el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de nación, y moralmente fue hombre de bien y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil, los cuales, después de su muerte, se repartieron, como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor, que también es hijo heredero de cuantos mueren y entra a la parte con los más hijos que deja el difunto, y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy rico y a ser rey de Argel, con el cual yo vine de Constantinopla algo contento por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía el suceso a la intención, luego, sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares, y los que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad; que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quién tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo. Yo, pues, era uno de los de rescate, que como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella, y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate. Y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a este, desorejaba a aquel; y esto por tan poca ocasión y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra, y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado; y así lo temió él más de una vez, y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia. Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun estas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día, estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los ojos, y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y moviéndose, casi como si hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse debajo de la caña, por ver si la soltaban o lo que hacían; pero así como llegó, alzaron la caña y la movieron a los dos lados, como si dijeran no con la cabeza. Volviose el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fue otro de mis compañeros y sucediole lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y así como llegué a ponerme debajo de la caña, la dejaron caer y dio a mis pies dentro del baño; acudí luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez cianíis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de donde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de no haber querido soltar la caña sino a mí, claro decían que a mí se hacía la merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvime al terradillo, miré la ventana y vi que por ella salía una muy blanca mano, que la abrían y cerraban muy apriesa. Con esto entendimos o imaginamos que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio, y en señal de que lo agradecíamos hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí a poco, sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano y las ajorcas que en ella vimos nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso, y así, todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña; pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna. Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide que había sido de la Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas cuando más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianíis, vimos a deshora parecer la caña y otro lienzo en ella con otro nudo más crecido, y esto fue a tiempo que estaba el baño como la vez pasada, solo y sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña sino a mí, porque en llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito, hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvime al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido, y como ninguno de nosotros no entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese. En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos que le obligaban a guardar el secreto que le encargase, porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien y que siempre ha hecho bien a cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intención; otros se sirven dellas acaso y de industria; que viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían, en corso con los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño, y cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles y los procuran con buen intento y se quedan en tierra de cristianos. Pues uno de los renegados que he dicho, era este mi amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible, y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo. Pero antes que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel que acaso me había hallado en un agujero de mi rancho. Abriole y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre los dientes. Preguntele si lo entendía. Díjome que muy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él, poco a poco, lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo: «Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco, y hase de advertir que adonde dice Lela Mariénquiere decir Nuestra Señora la Virgen María». Leímos el papel, y decía así:

    Cuando yo era niña tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya; muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo. Mira tú si puedes hacer cómo nos vamos y serás allá mi marido si quisieres; y si no quisieres, no se me dará nada, que Lela Marién me dará con quien me case. Yo escribí esto; mira a quién lo das a leer; no te fíes de ningún moro, porque son todos marfuces. Desto tengo mucha pena, que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo, ata allí la respuesta; y si no tienes quien te escriba arábigo, dímelo por señas; que Lela Marién hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y esa cruz que yo beso muchas veces; que así me lo mandó la cautiva.

    Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admirasen y alegrasen, y así, lo uno y lo otro fue de manera que el renegado entendió que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de nosotros se había escrito; y así, nos rogó que, si era verdad lo que sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por nuestra libertad; y, diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía y casi adevinaba, que por medio de aquella que aquel papel había escrito, había él y todos nosotros de tener libertad y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado, por su ignorancia y pecado. Con tantas lágrimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos y venimos en declararle la verdad del caso, y así, le dimos cuenta de todo, sin encubrirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él marcó desde allí la casa y quedó de tener especial y gran cuidado de informarse quién en ella venía. Acordamos ansimesmo que sería bien responder al billete de la mora, y como teníamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando, que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida. En efeto, lo que a la mora se le respondió, fue esto:

    El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marién, que es la verdadera madre de Dios, y es la que te ha puesto en corazón que te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva de darte a entender cómo podrás poner por obra lo que te manda; que ella es tan buena, que sí hará. De mi parte y de la de todos estos cristianos que están conmigo, te ofrezco de hacer por ti todo lo que pudiéremos hasta morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderé siempre; que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo verás por este papel. Así que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos que has de ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano, y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros. Alá y Marién su madre sean en tu guarda, señora mía.

    Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que estuviese el baño solo, como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo, por ver si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel como dando a entender pusiesen el hilo; pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer nuestra estrella con la blanca bandera de paz del atadillo; dejáronla caer, y alcé yo y hallé en el paño, en toda suerte de moneda de plata y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales cincuenta veces más doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de tener libertad.

    —Aquella misma noche volvió nuestro renegado y nos dijo que había sabido que en aquella casa vivía el mesmo moro que a nosotros nos habían dicho que se llamaba Agi Morato, riquísimo por todo estremo, el cual tenía una sola hija, heredera de toda su hacienda; y que era común opinión en toda la ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbería, y que muchos de los virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella nunca se había querido casar; y que también supo que tuvo una cristiana cautiva, que ya se había muerto. Todo lo cual concertaba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el renegado en qué orden se tendría para sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos; y, en fin, se acordó por entonces que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse María. Porque bien vimos que ella, y no otra alguna, era la que había de dar medio a todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena; que él perdería la vida o nos pondría en libertad. Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue ocasión que cuatro días tardase en parecer la caña; al cabo de los cuales, en la acostumbrada soledad del baño, pareció con el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto prometía; inclinose a mí la caña y el lienzo, hallé en él otro papel y cien escudos de oro, sin otra moneda alguna; estaba allí el renegado, dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía:

    Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado; lo que se podrá hacer es que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro: rescataos vos con ellos, y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos, y compre allá una barca, y vuelva por los demás, y a mí me hallarán en el jardín de mi padre, que está a la puerta de Babazón, junto a la marina, donde tengo de estar todo este verano con mi padre y con mis criados; deallí de noche me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi marido, porque si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátate tú y ve; que yo sé que volverás mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín, y cuando te pasees por ahí sabré que está solo el baño y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío.

    Esto decía y contenía el segundo papel, lo cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer ser el rescatado, y prometió de ir y volver con toda puntualidad, y también yo me ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras que daban en el cautiverio; porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia o Mallorca con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto. Porque, decía, la libertad alcanzada y el temor de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo. Y, en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó brevemente un caso que casi en aquella mesma sazón había acaecido a unos caballeros cristianos, el más estraño que jamás sucedió en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración. En efecto, él vino a decir que lo que se podía y debía hacer era que el dinero que se había de dar para rescatar al cristiano, que se le diese a él, para comprar allí, en Argel, una barca, con achaque de hacerse mercader y tratante en Tetuán y en aquella costa, y que siendo el señor de la barca, fácilmente se daría traza para sacarlos del baño y embarcarlos a todos. Cuanto más que si la mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos a todos, que estando libres, era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del día, y que la dificultad que se ofrecía mayor era que los moros no consienten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que compra barca, principalmente si es español, no la quiere sino para irse a tierra de cristianos; pero que él facilitaría este inconveniente con hacer que un moro tagarino fuese a la parte con él en la compañía de la barca y en la ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría a ser señor de la barca, con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que a mí y a mis camaradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca a Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y poner a peligro de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras, y así, determinamos de ponernos en las manos de Dios y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le respondió a Zoraida diciéndole que haríamos todo cuanto os aconsejaba, porque lo había advertido también como si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio o ponello luego por obra. Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y con esto, otro día que acaeció a estar solo el baño, en diversas veces, con la caña y el paño, nos dio dos mil escudos de oro, y un papel donde decía que el primer jumá, que es el viernes, se iba al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría más dinero, y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le pidiésemos: que su padre tenía tantos, que no lo echaría menos, cuanto más que ella tenía las llaves de todo. Dimos luego quinientos escudos al renegado para comprar la barca; con ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a un mercader valenciano que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del rey, tomándome sobre su palabra, dándola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate; porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al rey que había muchos días que mi rescate estaba en Argel, y que el mercader, por sus granjerías, lo había callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso, que en ninguna manera me atreví a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín nos dio otros mil escudos y os avisó de su partida, rogándome que, si me rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá y verla. Respondile en breves palabras que así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela Marién con todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado. Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del baño, y porque viéndome a mí rescatado y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en aventura, y así, los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader para que con certeza y seguridad pudiese hacer la fianza, al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto por el peligro que había.

  • El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) P-4 | C-39

    Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)

    Cuarta parte, Capítulo Trigésimo noveno

    —En un lugar de las montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque en la estrecheza de aquellos pueblos todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastalla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los años de su joventud, que es escuela la soldadesca, donde el mezquino se hace franco y el franco pródigo, y, si algunos soldados se hallan miserables, son como monstruos que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad y rayaba en los de ser pródigo, cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano contra su condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho. Y así, llamándonos un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes a las que ahora diré: «Hijos, para deciros que os quiero bien basta saber y decir que sois mis hijos, y para entender que os quiero mal, basta saber que no me voy a la mano en lo que toca a conservar vuestra hacienda. Pues para que entendáis desde aquí adelante que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que ha muchos días que la tengo pensada y con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado o, a lo menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando mayores, os honre y aproveche. Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer, muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia, y el que yo digo, dice: “Iglesia, o mar, o casa real”, como si más claramente dijera: “Quien quisiere valer y ser rico, siga, o la Iglesia, o navegue ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas”. Porque dicen: “Más vale migaja de rey, que merced de señor”. Digo esto, porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa; que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto». Y mandándome a mí, por ser el mayor, que respondiese, después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor y, a lo que yo creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca. Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido; y, dando a cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada tres mil ducados en dineros, porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa, en un mesmo día nos despedimos todos tres de nuestro buen padre, y en aquel mesmo, pareciéndome a mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque a mí me bastaba el resto para acomodarme de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados. De modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y más tres mil, que, a lo que parece, valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos o adversos. Prometímoselo, y, abrazándonos y echándonos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla, y yo el de Alicante, adonde tuve nuevas que había una nave ginovesa que cargaba allí lana para Génova. Este hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dél ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo diré brevemente. Embarqueme en Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte, y, estando ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran Duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servile en las jornadas que hizo, halleme en la muerte de los Condes de Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina. Y a cabo de algún tiempo que llegué a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la Santidad del papa Pío Quinto, de felice recordación, había hecho con Venecia y con España contra el enemigo común, que es el turco. El cual, en aquel mesmo tiempo, había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio de venecianos, y fue pérdida lamentable y desdichada. Súpose cierto que venía por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe. Divulgose el grandísimo aparato de guerra que se hacía. Todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y aunque tenía barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a Italia. Y quiso mi buena suerte que el señor don Juan de Austria acababa de llegar a Génova; que pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mecina. Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte más que mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo, porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron, que los que vivos y vencedores quedaron, yo solo fui el desdichado; pues, en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche, que siguió a tan famoso día, con cadenas a los pies y esposas a las manos. Y fue desta suerte, que habiendo el Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y estos malheridos, acudió la capitana de Juan Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi compañía, y haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la cual, desviándose de la que la había embestido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y así, me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude resistir por ser tantos; en fin me rindieron lleno de heridas. Y como ya habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres, y el cautivo entre tantos libres; porque fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada. Lleváronme a Costantinopla, donde el Gran Turco Selín hizo general de la mar a mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halleme el segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda el armada turquesca. Porque todos los leventes y genízaros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros regía, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efeto, el Uchalí se recogió a Modón, que es una isla que está junto a Navarino, y, echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto y estúvose quedo hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera que se llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo de aquel famoso cosario Barba Roja: tomola la capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barba Roja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, así como los que venían al remo vieron que la galera Lobales iba entrando y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su capitán que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno. Tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían. Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado a Túnez y quitado aquel reino a los turcos, y puesto en posesión dél a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos, que mucho más que él la deseaban, y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al Fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; a lo menos no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia a mí padre. Perdiose, en fin, la Goleta; perdiose el Fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos pagados setenta y cinco mil, y de moros y alárabes de toda la África más de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra y con tantos gastadores, que con las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el Fuerte. Perdiose primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheas en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas, y así, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas, que sobrepujaban las murallas de la fuerza, y tirándoles a caballero, ninguno podía parar ni asistir a la defensa. Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaña al desembarcadero, y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes; porque si en la Goleta y en el Fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas contra tanto como era el de los enemigos? Y ¿cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos muchos y porfiados y en su mesma tierra? Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos Quinto, como si fuera menester para hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran. Perdiose también el Fuerte, pero fueronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trescientos que quedaron vivos, señal cierta y clara de su esfuerzo y valor y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindiose a partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño, a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue posible por defender su fuerza, y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron ansimesmo al general del Fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pagán de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad que usó con su hermano, el famoso Juan Andrea de Oria, y lo que más hizo lastimosa su muerte fue haber muerto a manos de unos alárabes de quien se fió, viendo ya perdido el Fuerte, que le ofrecieron de llevarle en hábito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la pesquería del coral, los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se la tru jeron al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano que «aunque la traición aplace, el traidor se aborrece», y, así, se dice que mandó el general ahorcar a los que le trujeron el presente, porque no se le habían traído vivo. Entre los cristianos que en el Fuerte se perdieron, fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sé de qué lugar del Andalucía, el cual había sido alférez en el Fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento; especialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a mí galera y a mi banco y a ser esclavo de mi mesmo patrón, y antes que nos partiésemos de aquel puerto hizo este caballero dos sonetos a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al Fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los sé de memoria, y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.

    En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas, y todos tres se sonrieron, y cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el uno:

    —Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho.

    —Lo que sé es —respondió el cautivo—, que al cabo de dos años que estuvo en Constantinopla, se huyó en traje de arnaute con un griego espía, y no sé si vino en libertad, puesto que creo que sí, porque de allí a un año vi yo al griego en Constantinopla y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje.

    —Pues lo fue —respondió el caballero—, porque ese don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.

    —Gracias sean dadas a Dios —dijo el cautivo—, por tantas mercedes como le hizo, porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida.

    —Y más —replicó el caballero—, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo.

    —Dígalos, pues, vuestra merced —dijo el cautivo—; que los sabrá decir mejor que yo.

    —Que me place —respondió el caballero; y el de la Goleta decía así:

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